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14 septiembre, 2019

En Grecia

En Grecia, Ellas o Ellada -como les gusta a los griegos denominar su país-, me siento tan bien y relajada como cuando te despiertas después de una reparadora siesta veraniega. Atrás quedan las prisas, los ruidos, los atascos, las aglomeraciones de la ciudad. 


He visitado tantas veces Grecia, que todo me resulta familiar y cercano. Regreso una y otra vez,  porque me siento muy bien allí. Me interesa especialmente su herencia cultural. Asimismo, disfruto de su aire mediterráneo con esa mezcla perfecta entre oriente y occidente y de sus paisajes con grandes contrastes y de una belleza natural. 


Cualquier lugar tiene su encanto desde las zonas más ásperas y desérticas como la Península de Mani o la zona de Kilada, ambas en el Peloponeso o el sorprendente y abrupto paisaje de Balos o Kato Zakros, en Creta, hasta las áreas más verdes y túpidas del Epiro o de las islas Jónicas, por ejemplo. Llegar a Grecia es dejar atrás el “mundanal ruido” y concentrarte en la vida-vida. 




Eso sí, me refiero a la Grecia rural y, a la de los pequeños pueblos costeros. No conozco otra Grecia, porque huimos de las congestiones típicas de las grandes ciudades. Si por casualidad visitamos una ciudad que podamos considerar con muchos visitantes o con mucha población, como con las hermosas ciudades Corfú o Nafplio, por poner dos ejemplos, después de la visita, de recorrer sus interesantes calles a nivel arquitectónico con bellos palacios e iglesias, salimos huyendo hacia nuestro refugio. 
Refugio que puede estar enclavado en las montañas o cerca del mar. Así cumplimos con el requisito de ver también cómo viven los griegos fuera de las pequeñas poblaciones y aprovechamos para comprar algún regalo a amigos y familiares.


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