Desde la lejanía, la conservada y reformada muralla de Marvão se confunde con las aristas de la roca en la que se asienta. Su localización en la cumbre, a más de 840 metros de altura, le otorga un porte sólido y real. La muralla es en unas zonas más esbelta que en otras, pero siempre luce soberbia. Reformada muralla, que ha sufrido varias guerras. Su forma alargada sigue el relieve de la montaña y dispone de tres baluartes y garitas para la defensa de la villa. Esta fortaleza fue durante siglos muy importante para la defensa del territorio y la frontera lusa.
Según pasan las horas, el sol le confiere a las piedras del castillo y sus murallas, un tono grisáceo que se transforma en ocre-rojizo, por la intensidad del sol. En caso contrario, si está nublado se intensifica su tonalidad gris.
Las casas de color blanco contrastan con la piedra. La villa es tan bonita a primera hora de la mañana como al atardecer y por la noche ya es pura lírica, con esas rúas iluminadas por tenues luces de un color amarillento-anaranjado. Parece desierta, pero está llena de vida.
La entrada a Marvão se hace desde la Porta de Rodão.
Si tomas la calle das Portas da Vila, verás los señoriales edificios de los siglos XVI y XVII que se localizan a lo largo de la misma y que llegan hasta la Praça do Pelourinho.
Las serpenteantes callejuelas de entramado medieval invitan a deambular y perderse por ellas. Casas blancas de arquitectura típica alentejana con detalles en piedra. Sencillas iglesias aunque a la vez majestuosas construidas sobre la dura roca, como la Igreja do Espírito Santo, la Igreja de Santiago o la Igreja de Santa Maria -actualmente, transformada en museo municipal-. Una visión difícil de olvidar.
Por las noches, el olor a hierba húmeda, a frío y a leña te envuelve mientras paseas por Marvão. Los gatos te hacen compañía mientras se ufanan por encontrar algo de comida y tú solamente piensas en la fortuna de que exista un lugar así y en la suerte que tienes de haberlo conocido.
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