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30 octubre, 2019

Chlomos,

Quién no conoce el pueblo de Chlomos no conoce el verdadero Corfú, la Kerkyra griega.


Tras conducir por una angosta carretera, empinada y repleta de curvas que parecían no tener fin, arribamos a Chlomos. Aparcamos cerca de la taberna Sirtaki. ¡Qué vistas desde esta taberna! 

En la calle,  los niños jugaban al escondite “ena, dio, tría”. Las madres estaban atentas de los más pequeños. Se oían risas y la brisa llegaba mezclada con olor a mar y a jazmín. 


Chlomos fue una de las primeras poblaciones de la isla. Se localiza en la cima de la montaña. 
Desde esta población puedes divisar tanto la zona occidental de la isla como la oriental. Su fundación data del siglo XIII y su estructura medieval se aprecia en la urbanización laberíntica del casco antiguo. 

        
   

La parte más antigua de la villa, la forma un sinfín de callejuelas en pendiente con casas de colores o blancas y escaleras encaladas. Flores, más flores y helechos. En muchas viviendas colocan las sillas en la entrada para ver quién pasa, para distraerse un poco o simplemente para refrescarse del calor del verano. Porque el sol casi no puede entrar en estas encajonadas callejuelas y al atardecer se está más fresco fuera de las casas que dentro de ellas.

   

Después de subir y subir llegamos hasta la iglesia del Pantocrator. Desde allí, las vistas son fascinantes. Su inmejorable ubicación facilita las mejores vistas. En primer lugar, el recogido pueblo de Chlomos, con sus tejados a dos lados, después las laderas de las montañas que llegan hasta la recortada costa y al fondo, justo enfrente de la isla, la zona continental griega y la silueta de las montañas de Albania. 


Tras esta bella visión nos paramos a tomar algo en la taberna Balis que cuenta con una terraza suspendida literalmente en el vacío. Unas vistas de vértigo y una experiencia emocionante.

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